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Interesante reflexión acerca por parte de Andreu Escrivà, licenciado en Ciencias Ambientales, de la gestión del arrozal tras su siega, los usos ancestrales de la paja del arroz que queda en los campos, y las alternativas a la quema de éste, otrora recurso, que desde las autoridades están proporcionando.

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Imagen de SEO/BirdLife

Como cada año, el humo de la paja de arroz se eleva y nos intoxica incluso antes de pegarle fuego. Y, como cada año, no hay en el horizonte ningún síntoma de que la controversia se sofoque y la atmósfera se aclare definitivamente. ¿Por qué?

Yo era de los que pensaba que la paja «se había quemado siempre», porque es lo que he visto desde pequeño cuando he atravesado los arrozales a principios de otoño. Sin embargo, recuerdo una tarde en la cual me quedé hablando en la universidad con un profesor de edafología, y me hizo acompañarlo a su despacho. Allí, en su ordenador, conservaba decenas de fotografías sobre lo que le pasaba, hace tiempo, a la paja del arroz. Y no, no había llamas o humo por ningún lugar. En las imágenes se veía una recogida laboriosa del material, camiones cargados hasta los topes, almacenes llenos de balas. En un mundo en el que el corcho blanco aún ni siquiera existía, empaquetar con paja de arroz era una opción económica y técnicamente conveniente, por no mencionar la cantidad de establos y corrales que se nutrían de lo que entonces, de ninguna de las maneras, era considerado un desecho.

Y, no obstante, llevamos décadas tratando de recuperar la viabilidad de los usos alternativos de la paja del arroz. Como sabe cualquiera que haya tenido un cierto contacto con el mundo ambiental o agrícola en los últimos años, en l'Albufera se han sucedido los intentos para encontrar la piedra filosofal de la gestión del arrozal tras su siega. BioCompost, Sost-Rice o EcoRice son los tres proyectos LIFE de la Unión Europea que lo han intentado con más ahínco y, desde hace pocos meses, otro más, éste encaminado a convertir la paja en alimento animal, se les acaba de sumar. Compostaje con lodos de depuradora, cubierta vegetal post-incendio o para campos agrícolas con riesgo de erosión, valorización energética o fabricación del ácido levulínico son sólo algunas de las aplicaciones encontradas en estos proyectos y otros de ámbito estatal. A ello se añaden las iniciativas de la sociedad civil y el ecologismo, con el tremendo esfuerzo de Acció Ecologista-Agró y su banco de paja de arroz -aunque no sólo-, y del ámbito empresarial, con pruebas piloto que incluyen mobiliario urbano, fallas o bandejas para uso alimentario. Con esta pléyade de soluciones técnicas y tantos usos posibles, sorprende que aún estemos en el atolladero. Pero falta hacerse una pregunta fundamental: ¿quién paga la recogida?

En el proyecto Eco-Rice, que se desarrolló de 2004 a 2007, ya se señalaba el punto débil. Mientras que el coste de la recogida variaba entre 6,75 y 8,5 euros por hanegada, la venta ascendía solamente a 5,8 euros en la misma superficie. Es decir: recoger la paja del arroz tras la siega tiene un coste neto de entre 0,95 y 2,7 euros por hanegada. Los decimales seguramente habrán variado desde entonces, pero no el color rojo en que están escritos.

Carece por tanto de sentido blandir la existencia de alternativas técnicas como el único motivo para no quemar la paja del arroz. ¡El problema no radica ahí! Es algo que hace lustros ya teníamos claro los estudiantes de Ciencias Ambientales, y con lo que probablemente la consellera Elena Cebrián ya lidiaba a nivel profesional mientras nosotros estudiábamos los apuntes.

En vez de una narrativa de enfrentamientos -que he podido comprobar en reuniones de trabajo sobre la materia- es necesario que se instaure un clima de confianza entre las partes afectadas. La pregunta y el marco conceptual no debe ser quema sí o quema no. Los agricultores deben entender que la quema debe desaparecer, y cuanto antes mejor, aún con las consideraciones sobre plagas y plantas invasoras, que habrá que abordar de forma separada. Los vecinos y quienes (con todo el derecho) anuncian litigios debemos entender también que los agricultores no queman por sadismo o indiferencia absoluta hacia nuestra salud, sino porque no tienen alternativas viables a día de hoy, o no se les presentan de forma que así lo perciban. Si las tuviesen, las usarían, aunque sólo fuese por ahorrarse todo este embrollo. Y no olvidemos que l'Albufera es un parque natural en el que los cultivos ejercen una importantísima función ambiental. No son sólo campos; son mucho más.

Como en tantas otras cuestiones ambientales, la solución será fragmentaria y dinámica, porque habrá que ir modificándola año a año. Se equivocan quienes buscan medidas drásticas que terminen de un plumazo con el problema. Hay que aproximarse desde distintos niveles. El primero -y es una de las grandes carencias de la conselleria de Agricultura y Medio Ambiente- es ofrecer información actualizada, detallada y contrastada a la ciudadanía. Sin conocer exactamente a qué nos enfrentamos -y las discusiones en este punto son tremendas, desde el grado de problemas ocasionados por las plagas a los niveles de contaminación registrados- será imposible actuar con garantías. Tras esto, profundizar en la zonificación del arrozal según las áreas en las que sea más o menos viable recoger la paja y, en aquellas en las que las dificultades para hacerlo parezcan insalvables, establecer un protocolo de actuaciones previas encaminadas a evitar la quema. Y, si ni así se puede impedir, elaborar un estricto calendario secuencial mediante el que se minimice el impacto en las poblaciones circundantes. Y en aquellas parcelas donde se recoja la paja (que deben aspirar a ser mayoría), dar una salida múltiple a algo que no deberíamos contemplar como residuo, sino como recurso. Y para ello es posible que debamos plantearnos esquemas de pago por servicios ambientales a escala regional, que nos permitan ser más restrictivos con el cultivo del arroz de lo que lo son las ayudas europeas o la normativa actual -para asegurarnos de que cumplen su papel dentro del ecosistema-, y a la vez nos hagan sentir conscientes del auténtico valor que supone tener un parque natural a pocos kilómetros de una gran ciudad.

No se sabe cuánto, ni cuándo, pero este año se quemará paja de arroz. Y el que viene. Y el otro. La pregunta que debemos hacernos no es cuándo vencerá nuestra postura sobre la contraria, sino qué estamos haciendo (y si hacemos lo suficiente) para que el año que viene el problema disminuya y no se siga pudriendo, como la paja del arroz en un campo encharcado.

 

Por Andreu Escrivà, ambientólogo y Doctor en Biodiversidad, para El Mundo.

 

 
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